sábado, 27 de septiembre de 2014

MIS LECTURAS TIERNAS; DESAFIANTES, EFÍMERAS: Yolanda Molina / Finalista III Concurso Caridad Pineda In Memoriam




Yolanda Evelinda Molina Pérez

Nunca nos preguntamos por qué nuestros padres nos quieren, cuidan o protegen, no cuestionamos la existencia de hermanos y familiares cercanos, son el entorno natural y  lo percibimos integralmente desde la formación de la conciencia, algo así me sucede con la lectura;  aprendí a leer mucho más temprano de lo habitual,  no recuerdo un momento de mi vida donde no estén los libros.

   Suele llamárseles amigos, pero la amistad es un sentimiento sereno,  la pasión y diversidad de maneras para relacionarse los acerca más a amores: idílicos, platónicos, tormentosos, tiernos, efímeros, duraderos, desafiantes, vedados, decepcionantes, deslumbrantes,  a primera vista… Los he experimentado todos  y en cada caso me acompaña la experiencia anterior, a veces hasta un nuevo romance me vuelca a páginas de un viejo  afecto resucitando el entusiasmo.

   Por eso resulta difícil elegir, son incomparables, ¿cómo escoger entre ese primer enamoramiento de la infancia tan onírico,  el desenfreno de la adolescencia,  la alegría de la juventud y la serenidad de la experiencia? ¿Cómo descartar una sola de esas sensaciones si tengo la certeza de que cualquier supresión daña irremediablemente el conjunto?

    Incluso aquellas marcadas por la premura de una finitud anunciada, sin prórroga posible o  la sombra del miedo por la sapiencia de caer en lo “prohibido”, supieron dejar huellas que la memoria salva.

     Me enredo con un gallo de pico dorado, que viaja en tren a Guane, Inesita sufre la muerte de su abuelo y pena por Oliverio Twist, que de grande surca los mares del Caribe, Sherlock, la señorita Marple y Hércules Poirot trabajan en conjunto hallando huellas que los lleven hasta Sandokan,  las rayas de un tigre por puro antojo cromático se tornan hoz,  martillo, Dinka y Lionka;  hay rusos rojos y blancos, estepas, héroes, fábricas, madres,  colonias,  hacia el otro extremo un pequeño álamo… ese pañuelo no será suficiente para contener a la historia, el romanticismo, lo real maravilloso, la brevedad, la polisemia, la insularidad, el verso, la tragedia, el amor, la protesta, la singularidad  de un grabado chino o la opacidad de un quinquenio gris que nos hizo tardíamente descubridores de nuestros declarados y consabidos Orígenes.

   Cada beso, cada caricia, lleva un acto de iniciación  y así es cada lectura,  un contacto puede despertar excitación, y en otro contexto servir de consuelo, a los 12 La Guerra y la Paz es una novela de príncipes y condesas, donde saltas el campo de batalla, a los 14 te sorprende su valor histórico y a los 18 coincides con quienes la catalogan como la mejor obra escrita jamás.

   Pero desde las cavernas el hombre no para de conceder significados a los trazos,  vuelven nuevos vocablos renegando de la arcilla, el papiro y la piedra,  reinventándose sobre hojas, incluso ya sin plumas o rasgos, las tipografías de las máquinas uniforman caligrafías, redescubriendo lenguas, tropos y figuras, que una y otra vez son también reinterpretadas,  cada ojo las asume desde las visiones anteriores;  nuestra propia pupila modifica prismas y con ellas juicios.

   Crecí en una familia de lectores donde nadie creyó preciso guiarme a través del concurrido librero, desde los siete u ocho años anduve por él a mi libre albedrío, no hubo un mueble ostentoso o una habitación biblioteca, eso sí, aquel estante ancho y fuerte, con entrepaños espaciosos, de madera prensada de poca calidad, fue el pilar de mi Universo, varias veces me tentó la vaquita que desde la portada escoltada entre columnas proclamaba El otoño del patriarca, pero lo dejaba, y como él otros tantos;  fue el ejercicio de ensayo y error el criterio bajo el cual conformé una lista de lecturas.

   No recuerdo exactamente como aquella edición de tono violeta y letras en blanco atrajo mi atención, es probable que algún adulto lo leyera y tratara de seguirle los pasos pero no lo puedo precisar, o quizás fuera sólo una manifestación temprana de mi complejo de Electra, en término freudianos, lo cierto es que aquella pensión parisina llegó a mi vida cuando no había cumplido los diez años.

   Por aquel entonces vivíamos en el campo, la casa y el patio permitían que cada quien tuviese su propio espacio, mi mamá se sorprendió al encontrarme  de bruces sobre su cama llorando desconsoladamente,  preguntaba insistentemente sin obtener respuestas, la familia convocada por ella tampoco podía ofrecerlas y los sollozos no daban sitio a las palabras, aunque la vergüenza por la razón tampoco ayudaba, “una niña grande no debía llorar por esas cosas”, afortunadamente no hizo falta explicación alguna, el libro estaba en el piso a los pies de la cama y las personas que estaban allí sintieron antes esa misma desolación.

   Han pasado más de treinta años y aún recuerdo esa tristeza, más de una vez saltaron las lágrimas con algún pasaje, pero al concluir el libro fue una sensación de agobio y pesar que solo el llanto pudo canalizar, no creo equivocarme al asegurar que Honoré de Balzac fue el causante de mi primera depresión.

   Y también de mucho más, en la infancia  las cosas están bien o mal, nos gustan o disgustan, reímos o lloramos, no recuerdo una percepción clara de maldad, hipocresía;  los cimientos de un discernimiento moral llegaron de la mano de ese texto revelador que es Papá Goriot.

    La definición exacta de lo que representó Papá Goriot la encontré años más tarde en palabras de otra escritora, El Alexis de Marguerite Yourcenar define su infancia como “una idea de quietud al borde de una inquietud”, Goriot borró la inocencia de que todos somos buenos aunque podamos equivocar alguna acción, constituyó  el enfrentamiento a la miseria humana, a la maldad;   el libro fue tan desgarrador por la relación especial que siempre he tenido con mi padre, reconocía en ese parisino de otro siglo la bondad y generosidad del mío, el dolor no podía serme indiferente,  mientras escribo estas líneas creo que una de las máximas rectoras de mi vida también puede venir de allí “ el desagradecimiento es una error imperdonable”.

   Pocos meses después supe tuve la rutina de una escuela interna, ya no hubo más remanso, la primera turbulencia de la desconfianza en mis semejantes llegó desde el papel, hojas impresas que develaban con nitidez pasmosa la ruindad.

   Con el tiempo hubo otros reencuentros,  no por sabida menos dolorosa la experiencia, derramé lágrimas intramuros y extra, entendiendo que en París o cualquier otro lugar la miseria humana lacera, denigra; como  profesional volví al texto buscando las huellas de una nueva escuela que Balzac y otros empezaron siglos atrás, tejí lazos desde Papá Goriot hacia otros títulos de la Comedia Humana, atesoré varios y desde entonces tuve con Honoré una relación basada en el confort.

   No sale de cojines, acomodamientos físicos o entornos acogedores, emana de un encuentro permanente entre la prodigalidad de su creación y mi asentimiento, sin desdeñar a eruditos o entendidos que colocan en balanza aciertos y deslices, Balzac tiene mi complicidad, porque es un viejo amor, me llevó por el camino del dolor, el sufrimiento, pero también del placer, el coqueteo, la confianza y la perdurabilidad, ¿no es acaso todo eso lo que sentimos con  un gran amor?

    Sigo abierta al romance con cada hoja impresa que anula el entorno para reducirme a su serpentina fluidez, a la emoción, el conocimiento, a lo que está por venir, al abismo de lo utópico y fantasmal…

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