domingo, 28 de abril de 2013

Eduardo Rivero Walker: OGÚN ETERNO




Reinaldo Cedeño Pineda


♣ Palabras en la exposición fotográfica homenaje a Eduardo Rivero / Fiesta de la Danza, FIDANZ / Cabildo Teatral Santiago / 27 de abril 2013. Santiago de Cuba.

          
Cuando a finales de 2011, mis palabras agasajaron a Eduardo Rivero Walker por su 75 cumpleaños, le vi avanzar por el pasillo del Teatro Heredia. Le vi gigante, Ogún eterno, con su donaire inquebrantable, como mástil erguido que ondea su bandera.

No sé cómo empezó nuestra amistad. Si fueron los caminos de la ciudad, si el sol; si una entrevista que nunca terminó, si fue la danza. Más de una vez perdí los ojos en su apartamento, el piso diecisiete, el vapor de las calles, la gente como hormigas, la montaña. Más de una vez me invitó a los ensayos, a los estrenos de Teatro de la Danza del Caribe, ese colectivo que soñó y fundó en Santiago de Cuba a finales de los ochenta.

De sus labios supe la historia del muchacho de San Isidro y Marianao que un día recibió un telegrama y pasó del cabaret Venecia a fundar el Departamento de Danza del Teatro Nacional de Cuba (luego Danza Nacional de Cuba, Danza Contemporánea). Le escuché hablar de Ramiro Guerra como un dios, de su ascendencia jamaicana por vía materna; de Xiomara, su inseparable compañera; de Súlkary, ícono de la creación danzaria afroantillana.

Conozco la filosofía creativa de Rivero. Para él, no se trataba sólo del gesto, sino del espíritu. No solo de las ondulaciones, del torso o la cadera, sino de la sensualidad asumida, de la identidad, de la luz del Caribe. No solo de una demostración técnica, sino de un cosmos creativo. No del alarde coreográfico, sino de la investigación como sustrato de la historia danzaria.

 

Por eso, conmueven estas imágenes de Dúo a Lam, con un Rivero en el albor. Es la danza de los símbolos, el cuerpo y las manos, la síntesis pictórica. Conmueve verles juntos al maestro de La jungla, Wifredo Lam y al maestro del gesto, Eduardo Rivero.

Un arte inflama al otro, como dijera Mijail Fokin.

Eduardo Rivero Walker tuvo en sus manos la máscara de la realeza de Benim, inspiración de Okantomí. En el hombre africano libre, en su épica se basan varias de sus piezas antológicas. Su creación lo llevó al arte egipcio, las pinturas rupestres del Sahara, las tallas en madera. Esa huella le mereció en 2001, el Premio Nacional de Danza.

Hablamos de un artista en permanente búsqueda. De un artista que intentó mover las estatuas, que lo logró.

Estas imágenes —el blanco y negro de la memoria― atrapan años de fundación, de polémica, de eclosión cultural; de creación colectiva, de demonios exorcizados. Son las décadas de los sesenta y setenta, decisivas para la cultura cubana, en las cuales surgió y se reafirmó Danza Contemporánea. En tal ámbito, Suite Yoruba se presenta como un hito: Eduardo Rivero es la rama movida por el huracán.

Estuve cerca de Eduardo Rivero Walker en sus últimos días. Fueron días difíciles. Estas imágenes son una vuelta, una resurrección. Algunas las veo por primera vez. Es el Ogún que se levanta, Ogún eterno, gigante, con su donaire inquebrantable, como mástil erguido que ondea su bandera.


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